En ocasiones nos preguntamos qué fue primero ¿el rito o el mito?, para ubicarnos mejor en esta concepción; en la memoria colectiva se tiene la creencia en fenómenos inexplicables asociados a la naturaleza o que no tienen una explicación lógica; así surgen las leyendas y los mitos; del arraigo de estas creencias surgen los ritos, que se convierten en tradiciones que pasan de generación en generación.
Para los antiguos mexicanos, muchos años antes de la conquista, existían mitos que se convirtieron en ritos en torno a la muerte. Se creía que el que fallecía viajaba al Mictlán o lugar de los Muertos donde viviría eternamente. El miedo a perecer no sólo no era común, sino que se creía que era una virtud; las personas que fallecían se transformaban automáticamente en dioses y el fenecer representaba vivir eternamente; aunque no por este hecho todos pensaban en dejar de existir.
Grupos de guerreros, por ejemplo; consideraban morir en batalla como parte de un sacrificio a los dioses, siendo esta acción privilegio y cualidad de unos cuantos, lo cual podría significar también, alguna forma de manejo ideológico y ejercicios de poder, dentro de un grupo social.
Hoy en día podemos conocer la manifestación del culto a la muerte en las civilizaciones prehispánicas (como Miccahuitl); por medio de esculturas, pinturas, códices y leyendas, de los cuales se deduce que dicho culto, más que un ciclo era concebido como un proceso ritual basado en mitos dualistas como la lucha entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, el día y la noche, el frío y el calor; aquí cabe mencionar esta leyenda: Fray Bernardino de Sahagún (La Historia General de la Nueva España), describe a Tezcatlipoca como el dios de la fatalidad considerándolo una de las deidades más extrañas y enigmáticas que, como ninguna otra de las creaciones míticas de los mexicanos, parece sentir y pensar, convirtiéndose en un malvado profesional al participar en actos negativos como discordias, enemistades, condicionando guerras y fatalidades.
Es un dios representado por un jaguar, que; como fiera y para poder asaltar al hombre de noche, devora al sol, es el que priva al mundo de luz y calor, es el que lo sabe todo. Es también Yoalli Ehecatl (Viento Helado) ‘Sombra Gris’, su nombre significa ‘Espejo que humea’, ya que donde debería estar el pie que le falta lleva aquel funesto espejo, con el que ve todo lo que sucede en la Tierra.
En la antigüedad se le temía más a Tezcatlipoca como dios de la fatalidad y la maldad que a la propia muerte. Dentro de las creencias del México antiguo en torno a la vida eterna y la estratificación después de morir; se puede decir que de todas las culturas, la mexica, por su origen de pueblo guerrero; estaba ligada íntimamente al acto de morir.
Los aztecas o mexicas consideraban que el universo estaba integrado por dos planos, uno vertical y otro horizontal, en el punto donde se cruzaban estaba el centro u ‘ombligo’ del mundo y es ahí donde se encuentra localizado el Templo Mayor de los aztecas (en el Zócalo de la ciudad de México). Por eso este lugar se considera sagrado; el mexica es el pueblo elegido, es el centro del universo; consideraban arriba como el nivel celeste y abajo el inframundo. En el primero hay trece cielos; empezando en donde están la luna y las nubes; en el segundo las estrellas, el tercero es el camino que sigue el sol diariamente; en el cuarto está Venus; por el quinto pasan los cometas; los siguientes tres se representan con colores; en el octavo se forman las tempestades; a partir del noveno se encuentran los dioses.
El nivel inferior o inframundo, tiene nueve pasos antes de llegar al Mictlán (Mundo de los Muertos). Dentro de las costumbres funerarias de los aztecas; al morir una persona se le doblaban las piernas en actitud de estar sentado, amarraban sus brazos y piernas firmemente al cuerpo, para depositarlos después en un lienzo acabado de tejer, al cadáver le colocaban una piedra verde en la boca que simbolizaba el corazón del difunto, mismo que tendría que ser entregado a los dioses durante su camino al Mictlán, a continuación cosían el lienzo con el cadáver dentro y ataban a él un petate. Consideraban que después de transcurrir cuatro años de fallecer, el muerto llegaba a su destino final, ocupando su lugar en el noveno inframundo donde reposará eternamente.
Entre los nahuas de la sierra norte de Puebla, realizan varios procedimientos rituales al morir una persona que permiten lidiar con la mortandad y la muerte. En principio, al muerto se le baña, viste, y sepulta; en ese proceso intervienen un número considerable de personas; así que, todo aquel que estuvo en contacto con él, debe ser “limpiado”. La teoría nahua considera que los difuntos desprenden mihkayotl -es decir, mortandad- que impregna todo lo vivo y lo marchita. Para lidiar con este efluvio nefasto se realiza el ritual de nawi tonale, destinado principalmente a enfriar y barrer a las personas y objetos que estuvieron en contacto con el muerto. De lo contrario, marchitarán la vida vegetal y animal.
La comida es otro elemento vital en la relación entre vivos y muertos en la tradición nahua. Desde el primer día que el difunto está tendido, aún en su domicilio, se coloca un plato de comida a lado de su féretro. Así será en lo subsecuente hasta que se le lleve a sepultar. El día de la sepultura se colocará nuevamente comida encima de su tumba. De hecho, siempre que se establece una relación “delicada” la comida está presente; las divinidades son convencidas mediante alimentos: ellas mismas solicitan ciertos platillos o bebidas, además de ceras y flores, sobre todo en ciertos contextos de enfermedad.
Es decir, la dotación de alimentos, flores y ceras están presentes y, por lo general, median las relaciones que establecen humanos y no-humanos, los nahuas y los no nahuas. Del mismo modo, el día del entierro se lleva comida a la sepultura y se coloca un plato de comida en el sitio donde estuvo tendido el difunto. Además, en su ataúd, el muerto lleva consigo 7 tortillas miniaturizadas de maíz y 7 tortillitas de ceniza, un guaje con agua y tapado con zacate. Todo este alimento es su itacate para el viaje.
Se lleva consigo, además, costales con su ropa y, en caso de ser varón, lleva en miniatura un arado y un machete de madera para trabajar en el otro mundo. Las mujeres, por su parte, llevan un telar de cintura miniatura, además de dos pequeñas ollas de barro con ceniza del fogón y de temazcal, todo ello para refundar su hogar en okse Tlaltikpak.
Los niños y los no casados, además de los chamanes, tienen un destino post mortem distinto. En el primer caso, dado que no son personas “completas”, su destino no es el Miktlan. En el caso de los chamanes, al morir se suman a las divinidades pluviales.
De tal manera que la concepción que tenían los antiguos mexicanos de la muerte era diversa; ellos pensaban que al morir existía una metamorfosis o transformación, primero se convertían en sol, después en ave (generalmente en colibrí) y posteriormente llegaban al paraíso de Tláloc o Tlalocan. Esto dependía del género de muerte en que se abandonara la vida, los que morían sacrificados o en combate se convertían en compañeros del Sol, al igual que las mujeres que morían durante el parto y los que morían ahogados o de enfermedades hídricas (ocasionadas por el agua) iban a Tlalocan (lugar de Tláloc, dios del agua).
Cabe mencionar que en la época prehispánica no se tenían los conceptos de cielo e infierno; en otras culturas como la de los mayas del sureste de México, los señores escogían plataformas de sus templos para el reposo eterno, estas circundaban las tumbas de los gobernantes como muestra de honor y respeto, el cadáver se colocaba sentado en un ataúd de madera acompañado de ofrendas de cerámica y otros utensilios y bienes.
Como parte de esta ceremonia luctuosa, se sacrificaban de uno a tres individuos, generalmente niños y adolescentes que acompañarían en su ‘viaje’ al muerto. El difunto principal era rodeado por hermosos vasos funerarios, metales, bebidas y alimentos, así como los enseres para su preparación. El cadáver se adornaba con perlas, jade, garras de jaguar, incensarios de barro, algunos con adornos alusivos a la muerte así como tejidos finamente trabajados.